Éste era el hombre cuya sangre hervía. Se llamaba Roco Pavenia y vivía en Tolhuin aunque había nacido un poco más hacia el sur. No era un tipo que llamara la atención: nariz aguileña y contextura delgada, sus labios agrietados apenas se movían cuando hablaba y sus ojos solían mirar hacia el suelo. Tercero entre cinco hermanos, su madre siempre sabía cuestionarse acerca de aquello en lo que su hijo pensaba ahondado en silencios. Porque Roco era solitario e introvertido, y desde muy chico pasaba las horas sentado en el suelo, sosteniendo con las manos sus rodillas y encorvando la huesuda espalda que casi lo ocultaba entre omóplato y omóplato. Y cuando murió, sin cumplir los treinta años, aún se escondía en una pose casi fetal, y con el ceño fruncido, y con los ojos fijos y redondos y abiertos y arrojados, como los de los róbalos que pescaba y devolvía muertos al agua, casi por inercia, casi por placer. Porque era poco aquello que en su juventud entretenía a Roco: mientras sus hermanos jugaban a la pelota o perseguían muchachas o leían novelas de suspenso o cabalgaban sobre la cordillera, él sólo se sentaba, envuelto en horas y desnudo de ansiedades, para ver cómo transcurrían el día y la noche.
El primer síntoma que tuvo se dio en sus manos. Roco caminaba hacia la orilla del Fagnano para ocuparse de su quietud rutinaria cuando sintió que sus manos comenzaban a hincharse hasta volverse pesadas y duras. Las observó con detenimiento colocándolas a centímetros de su pasmada mirada y vio cómo las palmas estiraban sus líneas hasta desfamiliarizarse y sus dedos perdían arrugas al tiempo que la piel se estiraba y las falanges parecían pretender salirse. Entonces mordió con desprecio su labio inferior y retomó la caminata, confiado del lento alivio que con las manos en alto había experimentado y sorprendido con el nuevo dolor que le concedía el volver a soltar los brazos. Ese día regresó a su hogar con las manos en el cielo y sin haberse sentado siquiera un rato al borde de la orilla. Sin embargo, treinta minutos después todo volvió a la normalidad y él casi se ríe de lo que había sucedido.
Seguido a la primer advertencia, también en 1999 sintió algo similar en los pies mientras orinaba por la mañana. Torpemente se higienizó y, ya cambiado, salió del baño corriendo en puntas de pie y gimiendo del dolor que le provocaba la inflamación que estaba subiendo por los tobillos. Desesperado e inútil comenzó a moverse por la casa hasta salir a la calle, donde con vidrios rotos se lastimó los dedos. Tal sobresalto produjo su caída sobre el escalón de la puerta. Su madre lo vio y, pensando que había sido un desmayo, le levantó las piernas apoyándolas sobre sus robustos hombros mientras su hijo sentía disminuir su dolor. Al ver de reojo la sangre en la planta izquierda y sucia quiso curarlo pero él quitó de un tirón el pie de sus manos y con una mirada agresiva y animal le ordenó dejarlo solo y cuando al fin lo estuvo fue al baño y limpió su herida con agua, mas, sosteniéndose con las manos sobre lavabo se levantó hasta encontrarse con el espejo oxidado, clavando su mirada sobre quien se la devolvía, desafiante. Notó que hacía un largo tiempo que no reparaba en su rostro y que, a sus 17 años, su fisonomía había cambiado bastante respecto a la imagen que tenía de sí mismo. Vio su frente con acné, sus mejillas flacas, sus cejas gruesas. Pensó que su piel había oscurecido y notó líneas nuevas en su mentón y sobre los párpados. Se sintió extraño y esto lo perturbó hasta la noche, hasta dormirse, hasta dormirse en posición fetal, hasta dormirse en posición fetal, como murió. Como murió pero no esa noche.
Al cabo de un año, olvidados los episodios de las manos y de los pies, Roco fue a pescar junto al más chico de sus cuatro hermanos. Durante dos horas permaneció inmóvil con la mirada perdida y sin enganchar ni un solo róbalo mientras el pequeño Ivo corría sin cansarse alrededor suyo. ¡Tanto jugó el chico y tan quieto el grande! ¡Tanto transpiró el chico y tan quieto el grande! ¡Tanto se movió el chico y tan quieto el grande, que el chico acabó por empujarlo de tal modo que la caña que el grande sostenía con tanta vaguedad cayó al agua sin que ninguno pudiera salvarla! Pero Roco la quería tanto que se enfureció bruscamente con Ivo, que instantáneamente comenzó a llorar desconsoladamente por lo que el mayor contuvo su furia enseguida mientras acariciaba al benjamín intentando convencerlo y convencerse de que sólo era un objeto, de que la culpa era suya por distraído, de que compraría una nueva caña y ya. En sus brazos el niño se calmó pero al volver su vista hacia Roco estalló en llantos y temblores mientras tartamudeaba y balbuceaba de modo tal que su hermano no podía comprender lo que el pequeño quería advertirle. Así caminaron juntos hacia su casa y ya en ella el mayor se encerró en su dormitorio a llorar por su caña y el menor contó a su mamá el por qué de su desconsuelo y su terror. Habló de un humo colorado, de una boca, de un líquido hirviendo, de unas orejas, de un cielo teñido de morado, de unos ojos irritados y de un chillido insoportable. Ella creyó que Ivo tenía mucha imaginación y lo mandó a descansar, a lo que el niño respondió sin reproches. Roco ya se había dormido. 'Lo bueno de no estar despierto es que no hay lugar para pensar' solía repetirse antes de acostarse. Y es que había alguien que lo alborotaba: su nombre era Mari Porrém y era la hija de un pescador y quien ocupaba sus pensamientos desde hacía un gran tiempo. A Roco le gustaba verla llegar junto a su padre hasta la orilla, observar cómo mojaba sus pies en el agua y cómo festejaba entre risas cuando alguien sacaba peces grandes. Pero nunca se había animado a decirle nada y un día se amargó profundamente al ver que junto a Mari y si papá había un joven de unos veinticinco años que cortejaba a quien él amaba. Ya corría el año 2005 y él, entristecido, huía hacia su casa. Al llegar a la puerta, deseoso de encontrarse solo, vio que su madre estaba allí, por lo que, conteniendo sus lágrimas, se sentó a su lado en la mesa y le habló vanamente del tiempo y de tv. Pero ella percibió angustiada su voz y al mirarlo vio cómo su frente se había inflamado marcando las venas del rostro y cómo desde su boca se filtraba un aliento agrio y granate que ardía y hasta calentaba su cara. Intentando actuar con tranquilidad le preguntó al hijo qué le pasaba, pero él pensó que adivinaría lo de Mari y le contestó que estaba bien. Ella se refirió al humo que despedía desde sus poros y él, sorprendido, le dijo que no sabía de qué hablaba. Preocupada, la madre lo llevó hasta la capital para que lo revisaran los médicos de allá, de Ushuaia, que según se decía, eran los mejores de la zona. Le hicieron unos cuantos estudios y sus análisis arrojaron el perfecto estado de salud de su hijo.
Mucho tiempo pasó hasta que Roco volviera a presentar algo similar. Sucedió que, a sus 29 años, éste se encontraba celebrando el cumpleaños de uno de sus compañeros de pesca. Era una noche estrellada, limpia, y él tomaba vino junto al agua cuando alguien lo llamó. Al darse vuelta se asombró al ver que se trataba de Mari, a quien encontró más hermosa aún que en su juventud. Ella le dijo que creía recordarlo y él disimuló no acordarse de nada, por lo que Mari se presentó cordialmente ofreciéndose a la charla con alegría. Él no podía creerlo: se sonrojaba, se agitaba, se reía. Todo era increíblemente bueno. La noche estaba llegando a su fin cuando ella, sin aviso, acercó su rostro hacia el de Roco para besarlo. Él cerró los ojos y estaba por entregarse a lo que siempre había deseado cuando brotó en su cabeza la imagen del joven, el de los veinticinco años, el que la cortejaba. Él no podía hacerlo, eso no estaba bien. Entonces corrió su boca antes de que la boca de Mari la rozara mientras dejaba morir todo lo que él había anhelado. Se censuró, se flageló. Ella lo miraba atónita, espantada. Él iba a pedirle disculpas mas al abrir la boca ella gritó que se quemaba, que auxilio, que trajeran agua, que su collar y sus aros ardían, que su cara se estaba incendiando. Él comprendió y hasta creyó ver el vapor del que su hermano y su madre habían hablado. Entonces huyó como la primera vez que había visto al joven, al de los veinticinco años, al que la cortejaba. Corrió hasta su casa, se encerró en su pieza, se acostó en su cama. No quería estar despierto, no quería pensar. Sin embargo no logró dormirse. Y así, en posición fetal y con el ceño fruncido, y con los ojos fijos y redondos y abiertos y arrojados, como los de los róbalos que pescaba, lo encontró su mamá a la mañana siguiente, muerto y lejos del agua, casi por inercia, casi por placer.